Aunque siempre fui hija, no había logrado entender que significaba el amor que nace desde la creación, desde el cuerpo. Desde la célula más pequeña.
La primera vez que amas sin condición, cuando no lo conoces, no sabes quien es, su libro de vida está en blanco, sos su única referencia, confía en ti, eres todo lo que conoce, y tu no sabes nada de él. Y se creo el amor.
Primero amas la idea. Te asustas. Sueñas.
Luego sientes latidos, pataditas, movimientos, y empieza a darse una conexión más física. Se materializa la existencia de tu hijo en tu vientre.
Después de meses de espera al encuentro extra corporal, se conocen, tocan sus pieles, después de haber llevado su creación milagrosa naturalmente increíble, dentro de ti. Le hablas, lo abrazas, lo alimentas, lo proteges. Todo por instinto. Naturaleza. Vida en su mejor momento.
Amas. Creas más amor. Das amor. Recibes confianza, recibes paz, proteges y das paso a su personalidad.
Respetas y sobre todo liberas.
El amor de una madre es lo más sabio y naturalmente maravilloso. Sin prejuicios. Siempre.
Amor para siempre. Desde la primera célula hasta la última.
Amor que da paso a la vida y a la libertad. Que enseña y aprende.
Por alguna extraña razón ese amor no se repite. No se copia ni se inventa. Se crea solo y es exclusivo.
Y es increíble lo que el amor en su mejor versión es capaz de hacer.
Los amo hijos, y no espero nada más que sean felices y puedan entender mis decisiones.


Tortuga Rosada
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